¿La vacuna es segura?
A pesar de la profunda preocupación por nuestra salud física y mental y por la situación económica, muchos ciudadanos confiesan no querer vacunarse, ahora que casi tocamos con los dedos la primera versión de esa codiciada vacuna. El principal motivo de preocupación: los efectos secundarios. Nadie quiere ser “el primero”.
Estas creencias reflejan un vacío importante en la información que se distribuye cada día. La sociedad está bombardeada con datos de eficacia (70%, 90%, 95%, 96%) y detalles técnicos (ARN, ADN, virus atenuados, vectores virales) mientras las empresas farmacéuticas (Pfizer-BioNTech, ModeRNA, AstraZeneca-Oxford, Johnson & Johnson …) compiten por el pedazo más grande del pastel. Sin embargo, se ha invertido poco esfuerzo a divulgar los datos de seguridad de esas vacunas (y los conocimientos básicos para poder interpretarlos) y, en el último momento, nos asaltan las dudas.
Los medicamentos, las vacunas y los dispositivos de diagnóstico están sujetos a complejas regulaciones. Cada país tiene sus propias leyes, pero las grandes potencias económicas (EE. UU., Europa, y Japón, entre otras) están alineadas para asegurar altos estándares de calidad. Las mayores Agencias reguladoras (FDA en EE.UU. y EMA en Europa) han maximizado su cooperación con las empresas farmacéuticas para asegurar una óptima eficiencia en el desarrollo y regulación de nuevos productos para diagnosticar, tratar o prevenir el COVID-19, sin hipotecar la calidad que se requiere por ley.
Una parte fundamental y de obligado cumplimiento antes de comercializar un nuevo fármaco son los estudios clínicos. Estos evalúan su seguridad (identificando tipos y probabilidad de los posibles efectos adversos) y su eficacia (capacidad del fármaco para producir el efecto deseado). Mientras que la “eficacia” se refiere al beneficio observado en las condiciones estrictamente óptimas de un ensayo clínico, la “efectividad” se refiere a los beneficios que proporciona el fármaco en el no tan perfecto “mundo real”.
Los estudios clínicos están diseñados por las empresas farmacéuticas en colaboración con instituciones médicas y aprobados por Agencia(s) reguladora(s) antes de su inicio. Previo a los ensayos clínicos, por ley, los fármacos han de haberse testado en animales (estudios de toxicidad o preclínicos). La primera fase clínica se realiza con varias decenas de voluntarios sanos altamente monitorizados antes, durante y tras la administración del nuevo fármaco. Si el fármaco cumple con la seguridad requerida, comienza la segunda fase clínica ya con cientos de voluntarios en los que se evalúa no sólo seguridad sino eficacia del fármaco. Para su evaluación objetiva, un grupo de pacientes recibe una sustancia inerte o placebo y se compara con aquéllos que recibieron el fármaco (sin saber quién recibió qué hasta el final del estudio). La tercera y última fase se realiza con miles (incluso decenas de miles) de participantes en varios centros clínicos (a menudo varios países) y se colectan ingentes cantidades de datos clínicos para demostrar seguridad y eficacia. De manera que, ninguno de nosotros (aunque quiera) va a ser ya “el primero”.
También por ley, los datos clínicos obtenidos durante estos estudios son confidenciales hasta que el fármaco es aprobado. Como antigua reguladora de la FDA, doy fe de la estricta confidencialidad con que se trata esta información. No obstante, debido al gran interés público por el desarrollo de las vacunas frente al COVID-19, las empresas farmacéuticas están realizando comunicados de prensa para compartir sus avances (hasta donde es posible).
Los datos de eficacia son más difíciles de interpretar y el caso de las vacunas es especialmente complicado. El objetivo de una vacuna no es curar sino prevenir, por tanto, los estudios de eficacia se realizan con voluntarios sanos, no con pacientes. Por ley (y por ética) no se puede exponer deliberadamente a los participantes al agente patógeno para evaluar la eficacia de una vacuna. Ha de esperarse meses para que, de manera natural y aleatoria, estos voluntarios se infecten (o no). Es una cuestión de tiempo y números. Después de 2 meses, 170 voluntarios se han confirmado COVID-19 positivos de los casi 42,000 participantes en el estudio Pfizer-BioNTech. De estos 170 infectados, 162 habían recibido placebo y sólo 8 habían recibido la vacuna, indicando que ésta protege al 95% de los voluntarios inmunizados. No obstante, 170 es un número francamente bajo para obtener datos estadísticos sólidos.
Mi experiencia de años en la FDA me proporciona una gran tranquilidad como paciente. Nos encontramos en un escenario con múltiples vacunas en desarrollo, y las Agencias reguladoras tienen la última palabra para aprobar (por ley) sólo aquéllas cuyo beneficio (prevenir eficazmente el COVID-19) demuestre ser superior a su riesgo inherente (efectos adversos no severos y/o poco frecuentes). El efecto adverso más frecuente de la vacuna Pfizer: fatiga (3.8% de los participantes).
En contraposición, los efectos “secundarios” del COVID-19 son mortalidad (probabilidad variable según múltiples factores aún bajo estudio), y secuelas a corto, medio y largo plazo que incluyen fatiga, insuficiencia respiratoria, trombosis, problemas cardíacos, pulmonares, neurológicos y psicológicos, neuralgia, anosmia, caída del cabello, y un etcétera cada día más extenso. Como potenciales pacientes, podremos pronto decidir si preferimos los efectos secundarios de la vacuna o los del COVID-19.
¿Me debo vacunar?
Todos tenemos experiencias de enfermedades y médicos. Pero esta “enfermedad” es de origen viral y se transmite por aire; es una pandemia, una “enfermedad colectiva” que, como tal, tiene que ser diagnosticada y “curada”.
El mundo ha cambiado desde la pandemia de 1917. Se ha vuelto muy democrático -los individuos deciden-, la educación ya no es elitista -las personas saben lo que dicen y deciden-, y las mujeres, finalmente, tienen voz relevante -la democracia se ha duplicado-. Hasta los líderes más autocráticos tienen que justificar sus decisiones. Más personas quieren decidir lo que va a pasar con ellas. Cada uno de nosotros tenemos mucho más poder que en 1917.
Nuestro modelo mental occidental está dominado por nuestra educación “independiente”. Queremos “ser mejor que el otro” para que nuestra vida, aún más en crisis, nos vaya mejor. Pero el mundo ahora es multipolar, finalmente los “líderes” dependen de los ciudadanos. Trump no pudo construir su muro, Obama no pudo cerrar Guantánamo, “sólo” son presidentes de EE.UU.
Y aquí salta la disociación entre realidad y nuestro pensamiento. Bill Clinton dijo que interdependencia es decir “no nos podemos divorciar”. En los grandes problemas (cambio climático, desigualdad, pandemia) no nos podemos “divorciar” de los demás; sólo los resolveremos conjuntamente. Pero ahora pensamos que todo lo que nos afecta lo podemos decidir y resolver individualmente: “tenemos derecho” (se nos olvidan las obligaciones).
Nos sentimos “apoderados”, que podemos tomar todas las decisiones sobre nosotros por nosotros mismos. Si no nos gusta la decisión del médico, buscamos en Internet, pedimos una segunda opinión o, más habitualmente, retamos al médico con lo que “sabemos”, con información, pero sin criterio suficiente para interpretarla. Si el resultado no nos gusta, lo demandamos; tenemos “derecho a la salud”. Pero estamos saturados de noticias falsas (Bill Gates nos mete un microchip, un plan de Soros, COVID-19 no existe, etc.). Antes información era poder; ahora desinformación es poder. No nos podemos fiar de la información, nos falta criterio.
El sentimiento anti-vacunas se ha generalizado. Ya no es que “los americanos son tontos”; los “inteligentes” europeos también: o no se quieren vacunar o no quieren ser los primeros, desconfían. Antes del COVID-19, estaba descendiendo el número de vacunaciones en el sarampión, en la gripe; el personal sanitario es el grupo de riesgo que menos se vacuna de la gripe. Y, por supuesto, hay información limitada e interesada sobre las vacunas COVID-19 y las vacunas de ARN son muy innovadoras y no sabemos las consecuencias, positivas y negativas, a largo plazo.
Un estudiante mío de la Universidad, cuando vio que su nota estaba bajo la media, se quejó porque “nadie debe de estar debajo de la media” …. Si el 80% de la población quieren ser los “últimos” en vacunarse, lo sufriremos todos; antes se declararía obligatoria la vacunación. Y en tiempos de populismos, autoritarismos y liderazgos personales, otra involucración gubernamental puede conllevar aún mayores riesgos para la democracia, que es difícil de conseguir y fácil de perder. Democracia, libertad y salud sólo la apreciamos y luchamos por ellas cuando no las tenemos. Creemos que somos inteligentes e independientes.
Ronald Heifetz, mi profesor de liderazgo en Harvard, define retos técnicos (ej.: otitis) que requiere soluciones técnicas (antibiótico) y problemas adaptativos (cáncer terminal) que exigen soluciones adaptativas (vas a morir, el médico no puede cambiarlo, decide tú que vas a hacer) y problemas mixtos (infarto, tiene tratamiento, pero si no cambias de tipo de vida, recaerá). Pero queremos soluciones técnicas a problemas adaptativos, donde somos nosotros los que tenemos que cambiar nuestra de forma de pensar y actuar para poder resolver. No hay solución técnica.
En el 2050 habrá más muertes por bacterias multi-resistentes a los antibióticos que por cáncer y ello es porque todos abusamos de ellos. Si quieres más antibióticos para tu hijo, mi nieto puede morir. Tu decisión individual afecta a los demás. No nos podemos “divorciar” de los demás.
Un manual de West Point define liderazgo en la actualidad como “saltar todos de un avión sin paracaídas, pero cada uno con una pieza del avión que tenemos que construir para no estrellarnos”. Si alguien no salta, no podremos salvarnos. ¿Te quieres vacunar?
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